Podemos decir que no he vivido en un jardín de rosas, como supongo muchos de vosotros. Así pues, cuando era pequeña, solía pasar la mayor parte del tiempo leyendo o escribiendo. Pasaron por mis dedos innumerables diarios y mi lápiz rellenó un sinfín de páginas. Me gustaba contar, a menudo de forma un poco críptica, no sea que mi preciado tesoro fuese revisado por ojos curiosos, un poco todo lo que me pasaba por la cabeza.
De esa necesidad de tener un confidente a quien contarle todos mis sentimientos surgió otra necesidad mayor; la de no parar de escribir. Al principio como os digo se trataba sólo de plasmar en papel lo que sentía, pero después, y desde muy pequeña, empecé a parar de centrarme en mí para observar lo que me rodeaba. Así fue como empecé a escribir poemas. De repente, cada vez que algo me asombraba, lo plasmaba en un poema. No me gustaba volver atrás, repasarlo o cambiar cosas, era como un momento de catarsis en el que dejaba fluir el bolígrafo, luego me olvidaba. Si volvía a leer alguno de esos poemas era días, meses o semanas después. Cuando lo hacía la sensación era extraña, como si otra persona hubiera escrito aquello, recordaba lo que había inspirado las palabras, aunque no recordaba haberlas unido de aquella manera.
Pasaron los años. Leí a veces más, a vece menos. Escribía a veces más y a veces menos. Pero entonces empecé a pensar en coger un hábito, en pasar a la novela, en contar una historia. Tenía muchas ideas, pero me faltaba la consistencia y la costumbre. Empezaba y no terminaba nunca. Las ideas se arremolinaban en mi cabeza sin poder salir. Decidí probar también con el relato corto.
Y aquí me hallo, con la idea de intentar empezar a publicar, sin saber cómo hacerlo, alegre, emocionada, frustrada e indecisa. Aquí estoy, empezando este blog que hará las veces de diario de progresión literaria. Espero que el simple hecho de escribir estas líneas me ayude a continuar, pero si no es así, o no es suficiente, espero contar también con vosotros.